...de momento

miércoles, 8 de diciembre de 2010

mis once años IX

Mi madre volvió casa de la abuela varias veces aquel verano. Habían hecho las paces, pero era un secreto, y yo no lo sabía. Un día mi padre llamó por teléfono a casa de la vecina -¿ha ido tu madre por allí?-. La abuela se enfadó mucho cuando se lo conté y con razón. Aquella misma tarde papá vino a por nosotras. Nos llevó a casa, con mis hermanos y con Marisa. Me prohibió volver a ver a la abuela.
La única habitación libre de la casa era la leonera. Cuando llegamos la habían "arreglado" para nosotras: apartaron casi todas las cajas y pusieron un somier desmontable de 80cm y un colchón de espuma, para las dos. Sin armario, sin otro mueble. Los cristales estaban sucios de no limpiarse en muchos meses. No había visillos. Nuestras cosas, las que pudimos llevar, cabían en una bolsa del super.



Cuando empezó el nuevo curso todo había cambiado: había perdido una madre, conocido una hermana, recuperado dos hermanos, me habían quitado una abuela, dado una madrastra.
Mi vida entera, desde el desayuno hasta la cena, no iba a ser igual. Pero eso ya es otra historia.

mis onceaños VIII

Como cada año mi padre alquiló una casa en un pueblo de la costa, la misma de siempre, todo julio. El año anterior mamá estaba embarazada de ocho meses, Aurora nació en agosto. Este año éramos cuatro hermanos y mi madre no estaba.
Mi amiga de los veranos me preguntó a los dos o tres días de estar allí-¿esa es tu madre? Ha cambiado mucho, está como más vieja-. Aunque marisa era varios años más joven que mi madre parecía que fuera al revés: !Claro que no la reconocía! Le conté toda la historia, la que le había escuchado a mi padre contar a la abuela, la misma que él nos repetía a cada oportunidad.
Ahora volvíamos a la costa de vacaciones, como cada año, pero las cosas no eran igual. A Marisa no le gustaba la arena, así que no íbamos a la playa a pasar el día, teníamos que jugar en casa, o con los niños de la calle, pero no estaban durante el día. Ahora nosotros teníamos que lavar la ropa a mano cada día, porque Marisa decía que ella también estaba de vacaciones, y hacíamos turnos entre nosotros tres para fregar los platos. Aurora dormía conmigo para no despertar a papá y a Marisa por la mañana; yo le daba el desayuno y le cambiaba los primeros pañales del día.
Marisa dormía con papá, ahora ella era su mujer. Nos decía lo que teníamos que hacer. Mi padre quería que le hiciéramos caso. Mis hermanos la trataban con respeto y yo quería caerle bien. Por eso, cuando me preguntó de qué estaba hablando con mis amigas en la puerta de casa,le conté lo de Jorge. Él tenía al menos catorce años y los ojos verdes, era rubio y siempre había sido guapo. Recuerdo muy bien la comida de aquel día -¿sabes de qué hablaba tu hija con sus amiguitas?-Sonreía con suficiencia y me miraba haciéndome sentir vergüenza -le gusta el vecino de enfrente y le ha pedido que le de un beso, pero él le ha dado calabazas-. En realidad nadie parecía prestar mucha atención, pero yo sí estaba atenta, me estaba traicionando de mala fé, no me había preguntado más que para reirse de mí. Sin embargo, cuando volvimos, hablé bien de ella, porque mamá se fue y ella sí nos quería cuidar, estaba allí. Papá la había conocido en el bar de abajo, era la camarera de la barra, y aquella discoteca de la parte de atrás no era un bar de chicas, como creíamos los niños del barrio, porque papá no podría juntarse con una de esas. La abuela no parecía muy convencida, ni le gustó lo de lavar a mano.

mis once años VII

El veite de mayo es mi cumpleaños, aquel año cumplía once. Cuando llegué a casa, después del colegio, ví que la abuela había preparado una fiesta: canapés, patatas de bolsa, cola, naranja, chuches,... Había algunas amigas de mi abuela, a quienes apreciaba, y mis hermanos también estaban allí. Estaba muy contenta, sabía que era mi cumpleaños, pero creo que no me esperaba algo así, de hecho algo faltaba. Recuerdo que la abuela preguntó -¿y tus amigas?-. No había invitados a la fiesta. Lo olvidé.
Mis hermanos y yo fuimos, puerta por puerta, llamando a cada una de las niñas con las que solía jugar en el barrio. Algunas no querían venir, no tenían regalo, no las avisé con tiempo. Las convencimos rápido-No hace falta, lo importante es que vengáis-, y era sincera. Ver de repente a todas esas niñas venir conmigo en mi cumpleaños me hizo sentir amiga y acompañada. Lo pasé realmente bien.
Gus y Miguel se quedaron aquella noche a dormir. Como regalo me habían llevado una muñeca de trapo enorme (de las que daban por aquella época en las tómbolas) cargada de polvo. Creí que la habían encontrado por casa, pero me hablaron de Marisa, ella se la había dado para mí. Marisa tenía muchos juguetes; en su familia habían pasado de hermano en hermano, durante años, y ahora, algunos, los teníamos nosotros. Yo no sabía quien era Marisa y eso parecía molestarles.